Paloma Santibáñez Segovia
Producto de la virtualización de la vida, hemos podido entrar a casas a las cuales jamás hubiéramos sido invitades en un contexto A-pandémico.
Ya no existe ese resguardo un poco pudoroso de «mi hogar lo conoce solo mi gente más cercana». Hoy prendemos la camarita y ¡upa chalupa, vamos todxs a la casa del jota!.
Y si bien es cierto, que la fuerte tendencia del «me muestro como soy», nos ha llevado a ir abandonando cada día más los filtros, lo cierto, es que no sucede lo mismo con el ambiente que nos contiene, que a lo menos, evidencia un cierto retoque o una elección muy poco azarosa.
Entonces, luego de ver esta oleada de papel mural de la sabiduría bombardeandolos en directo, rememoré mi infancia muy carente de estos artículos -por cierto-.
Y es que cuando, falta pa’ vestirse, cuando la prioridad es comer y la tierra de afuera tira fuerte, no alcanzas ni a imaginar que hay casas donde se destina una habitación completa para estos pequeñines. La verdad es que yo ni siquiera conocí los escritorios, mis cuadernos solían ensuciarse con las migas de pan o los restos de la once cuando no limpiabai’ bien la mesa. ¡Perooo!, no por eso no aprendí a leer.
Creo firmemente que la acción de leer, no es patrimonio exclusivo de los libros. Como dice la feminista María Galindo, en un texto muy lindo, se leen; «las estrías, las arrugas , los parpados, las canas, las tetas, los olores, las aceras, el cansancio acumulado en las esquinas, el dinero que tocas, la plaza, el mercado, la cárcel, el bus, el metro, la realidad, el barrio…», todo se lee. Por lo mismo me pega como patá en la guata este escuadrón encuadernao’ que protege a «lxs señorxs» como en las antiguas guerras.
Esto que para algunes no pasará de ser un vómito de una resentía , de una Ayatola1 cualquiera, es para mí una forma de tensionar a «lxs eruditxs» que entre tanto saber, no son capaces de advertir un privilegio, que aunque sea simbólico, mantiene las lógicas de segregación, de poder y del recurso de autoridad ante el cual tantos han agachao’ el moño. No es que esté en contra de las bibliotecas, muy por el contrario, ya pudiéramos todes tener una.
Por lo mismo trabajo y me vinculo desde las bibliotecas populares, para que ojalá los libros nos acompañasen desde la primera infancia. Pero en la realidad actual que nos convoca, alardear de ellos, es como tomar agua ante quien está cagao’ de sed. Cae dentro de la cultura del «yo puedo tener». Por eso no quiero que nadie se achique cuando un memorión le bombardee con millares de nombres de autores, no quiero que esas rumas de libros les hagan sombra y se sientan menos. Porque además digámoslo, la mayoría de esos estantes están masculinizados, son las voces que cuentan la supuesta historia oficial, que invisibilizan a todx aquel que no tenía derecho a escribir, son bibliotecas hegemónicas y yo no sé qué tan orgulloses se podrían sentir de ellas.
Tu, yo, todes hemos leído, todes hemos testimoniado en alguna hoja en blanco, en alguna carta, en algún diario, alguna nota, todxs lo hemos hecho. Sólo te han excluido de la forma más académica de hacerlo. Los libros llegarán en equidad como todo recurso básico que la humanidad requiere. Aprenderemos a compartir y socializar el conocimiento, a reelernos y reescribirnos. Sin jerarquías, en cooperación.
Quizás debamos partir por dejar de llamarles cosas, porque incluso en una familia de pasar carente pero educada en el desapego no se genera esa necesidad, porque hacia ese algo cosificado no hay mayores aspiraciones. No digo que sean seres vivos, pero probablemente no le hemos sabido asignar su real categoría. En fin, cuántas veces no oí a las gentes de las literaturas decirme «primero se lee, luego se escribe», con un tono no muy agradable y heme aquí ejerciendo el oficio en propiedad.
1 Ayatola : dícese de la persona que encuentra toas las weas malas.