por Ignacia Araya Dubó
Intentaron negarlo, pero todos lo vimos. El primer viernes de octubre de este año 2020, un carabinero arrojó a un manifestante de 16 años por el puente Pío Nono. De una altura de siete metros y medio el menor cayó hasta estrellarse contra el lecho, casi seco, del río Mapocho. Los resultados: un traumatismo craneano y múltiples fracturas en sus muñecas.
Dos semanas después, la Fiscalía Centro Norte informó el inicio de una investigación en contra del joven por su presunta participación, momentos antes de ser arrojado al río, en «actos vandálicos» denuncia que fue hecha por Carabineros.
La institución policial intenta ocupar la figura legal para establecer una “igualdad de condiciones”. No lograron negar la intencionalidad de su funcionario de empujar al joven, así que criminalizan al manifestante para validar su acción y desviar el foco mediático. Lo ocurrido el 2 de octubre de este año, es, a todas luces, preocupante.
Los registros muestran que el menor permaneció inconsciente por varios minutos. El uniformado que lo empujó, Sebastián Zamora, se asomó por la baranda junto con sus compañeros para ver el cuerpo inerte del joven, boca abajo en el río. Los uniformados, simplemente, se retiraron. Solo la rápida acción de otro manifestante que se lanzó a socorrerlo, y del trabajo de funcionarios de Bomberos y el SAMU, le salvaron la vida.
Mentir es la conocida fórmula fascista: algo quedará
Desde la institución, no se demoraron en negar los hechos. “Por ningún motivo Carabineros arrojó al menor”, decía el teniente coronel Rodrigo Soto, afirmando, como de costumbre, que “Carabineros jamás va a querer agredir a una persona, hacer algo tan grave como tirar a una persona al lecho del río”.
Un par de horas después, el mismo teniente coronel se vio obligado a cambiar su discurso: “lo que Carabineros desmintió es que se haya tomado de los pies a esta persona o que haya sido lanzado al río por un chorro del carro lanza-aguas”. El conocido argumento del caso aislado: “Este lamentable accidente se produjo en un contexto intenso de detención de personas que causaban desórdenes”. Y aquí no ha pasado nada.
El ministro del Interior, Víctor Pérez, decía que se trataba de un procedimiento policial en un momento de violencia, y que Carabineros cumplen su deber de preservar el orden público. Es curioso su concepto de orden público, donde un innecesario acto homicida parece ser un daño colateral, pero lo cierto es que no debe sorprender la falta de empatía de un partidario activo del golpe de Estado del ‘73 y quien fue alcalde designado de Pinochet.
Más tarde ese 2 de octubre, unos carabineros realizaron cuatro llamadas a la Fiscalía Centro Norte: dos de ellas, del imputado Sebastián Zamora. Informaron que el adolescente había sido aprehendido mientras era atendido en la Clínica Santa María, hecho que no ocurrió ni nunca fue así. Posteriormente, por la desesperación de tratar de deslegitimar el ataque, elaboraron un acta falsa de detención y lectura de derechos al detenido.
Con estos antecedentes, la fiscal a cargo del caso, Ximena Chong, evidenció que Zamora y sus compañeros intentaron instalar la idea de que el joven fue detenido, con la intencionalidad de restarle responsabilidad a Zamora. Esto llevó a la Fiscalía Centro Norte a tomar la decisión de ampliar la indagatoria a los otros uniformados involucrados en los delitos de obstrucción a la investigación, encubrimiento y falsificación de documento público.
El día de la formalización se mostraron varios registros audiovisuales del ataque, con los que la fiscal Chong determinó que hubo “una persecución y una posterior embestida” por parte del carabinero, decretando la prisión preventiva por homicidio frustrado a Sebastián Zamora.
Pero esto no detuvo a Carabineros. Sujetos anónimos divulgaron la dirección de la Fiscal y unos desconocidos se pasearon en motocicleta por fuera de su domicilio en un acto de provocación. Para sorpresa de la PDI, que tuvo que ir a resguardar el lugar, nada menos que un teniente mayor de Carabineros estaba estacionado frente a la casa de la persecutora.
El Mercurio no tardó en darle espacio en sus páginas al carabinero, ya en calidad de detenido, para intentar exculparse. «Fue un accidente, algo absolutamente involuntario» decía Zamora, «A él le diría que nunca, nunca, jamás quise empujarlo para que se cayera».
Ante esto, la respuesta de la madre del menor fue categórica «esto no fue un accidente, esto fue un homicidio frustrado», y dijo que «él lamenta que lo dieran de baja, porque su sueño era ser carabinero, pero no lamenta lo que le pasó a mi hijo”.
Sebastián Zamora se enfrenta a un proceso de expulsión en Carabineros y no es por ser formalizado por intento de homicidio, sino por portar una cámara ajena a la institución ese mismo día.
Imposible no recordar cuando Claudio Crespo, principal sospechoso por la pérdida de ambos ojos de Gustavo Gatica, fue dado de baja por modificar el contenido de su GoPro. Con esto, Carabineros parece querer decirles a sus funcionarios que pueden herir, mutilar o asesinar a un manifestante, pero por ningún motivo les permitirá actuar a espaldas de la institución.
No nos dejemos engañar, lo ocurrido el 2 de octubre 2020 es un hecho de máxima gravedad. Es insostenible que la fuerza policial continúe teniendo este perfil de violencia y amedrentamiento a la justicia con el visto bueno de La Moneda.
Podríamos discutir si tirar piedras a la policía es o no la forma, pero no debemos confundirnos: Nunca habrá igualdad de condiciones entre el pueblo y la fuerza represiva. Y si el gobierno no puede entender eso, merecen todos los octubres que hagan falta.